13.1 LA EVALUACIÓN DEL APRENDIZAJE DE LOS ALUMNOS

Desde que, con la LGE/70 y sus desarrollos, saltó a la palestra normativa el concepto de evaluación continua, ésta, debido al planteamiento curricular y didáctico generales que, por diversas circunstancias acompañaron a aquella Ley, no llegó a entenderse ni a desarrollarse plenamente como una evaluación inmersa en el proceso de enseñanza y aprendizaje e integrada en las actividades educativas diarias del aula y del centro, necesaria para analizar permanentemente qué, cómo y cuándo aprende el alumno y, llegado el caso, descubrir cuáles son las causas que impiden el aprendizaje previsto; procediendo consecuentemente, si es necesario, a modificar la propia respuesta educativa.

En efecto, lo que pasó fue que aquel marco general metacurricular, curricular y didáctico vino  “forzar” una interpretación de la evaluación continua como sumativa, certificadora (“sancionadora”), como antes, y en lo fundamental, de los conocimientos adquiridos por el alumno; sin llegar a consolidarse el carácter formativo que podría haber acompañado al de continuidad que se adoptaba.

Fruto de ello, como solución de compromiso frente a la clásica y exclusiva fórmula de los exámenes finales (y parciales), aunque estos siguieron existiendo (recuérdense, p.e., las pruebas flexibles de promoción y las pruebas de madurez en la 2ª Etapa de EGB, Arts. 19 y 20 de la LGE/70), fue la consolidación en la práctica de un concepción de la evaluación continua que, aunque con el mismo nombre que ahora, no vino a suponer en los hechos más que una especie de sucesión de valoraciones sumativas, sin ningún carácter formativo, o casi, por la simple vía de multiplicar  las pruebas o de incorporar otros instrumentos y técnicas.

Esta interpretación, de ya largo recorrido histórico y de profundas consecuencias, sigue copando, aún hoy, la práctica de la evaluación de los aprendizajes de los alumnos en la mayoría de los casos; véanse, si no, las prácticas habituales del día a día actual de nuestros centros de EP y Secundaria al respecto. Y ello, a pesar de todos los desarrollos al respecto de las Ciencias de la Educación, o de las nuevas concepciones del currículo y didácticas (y, con ellas, de la evaluación), que fueron siendo asumidas normativamente en todo este tiempo. 

Así pues, por mucho que las palabras o los documentos oficiales digan otra cosa, esa interpretación de la evaluación continua, como meramente sumativa, en lo fundamental, constituye, de hecho, el panorama general en el que nos seguimos moviendo en la actualidad.

Por lo tanto, conviene volver a insistir aquí en la interpretación que debe dársele a la evaluación continua a partir de un plantemiento metacurricular y didáctico como los que aquí se defienden; sobre todo, teniendo en cuenta todo lo dicho en los temas anteriores acerca del papel central de la acción tutorial en el intento de concretar en la práctica tales planteamientos centrados en las necesidades de los alumnos y no en la lógica de la materia, la más importante de sus líneas de actuación y la que, sin duda, le confiere su mayor sentido e interés.

Así pues, asumiendo la distinción entre evaluación formativa y evaluación sumativa establecidos por Scriven (1967), y la necesidad de ambas, como se hace dentro de un marco formal tan aprovechable como el de Stufflebeam-Scriven (Stufflebeam,1993) que las integra, entendemos aquí que la evaluación es, ha de ser siempre, el referente inexcusable (formativo-sumativo) de cualquier toma de decisiones de intervención pedagógica que hayan de adoptarse para mejorar el proceso educativo y la calidad de la enseñanza y del sistema; procediendo a partir de ella a desarrollar las medidas de ajuste curricular y educativo que se precisen.

Y, en este sentido, como muy bien se recoge en la normativa sobre evaluación, al prescribir adicionalmente, explícitamente (en EI) o implícitamente (en otras etapas), su carácter formativo, debe decirse que el carácter continuo de la evaluación convierte a ésta es un elemento inseparable del proceso educativo. Un elemento mediante el cual el profesorado, al recoger y valorar información acerca del proceso de enseñanza y del proceso de aprendizaje de sus alumnos de manera permanente, puede y debe, en aras del carácter formativo que también ha de tener, regular y orientar todo aquel proceso educativo; mejorando de ese modo tanto los procesos como los resultados de la intervención.

Ello, por lo demás, y evidentemente, no puede hacernos olvidar el carácter sumativo que también, integradamente en el sistema, ha de tener la evaluación. No en vano, en síntesis personal de planteamientos como los de Stufflebeam et al. (1971, 1993), De Miguel (1997), De la Orden (1997), etc., la evaluación, en sus términos generales, puede definirse como sigue:

Definición de evaluación

Proceso intencionado y sistemático de identificación, obtención, sistematización y comunicación de información objetiva, útil y descriptiva, acerca de la funcionalidad, eficacia y eficiencia de un “objeto”, enjuiciándolo valorativamente de acuerdo con algún estándar preestablecido, para disponer de una guía en todas las tomas de decisiones que puedan darse para continuar, modificar o abandonar el plan establecido al respecto, solucionar cuestiones de responsabilidad y mérito (calificación, certificación, etc.), y promover la comprensión de los fenómenos implicados.

Concepción ésta que, aunque formulada en términos de evaluación de programas, puede considerarse también aquí, en su esencia, en lo que hace a la evaluación del aprendizaje de los alumnos de que estamos hablando. Y ello, porque, si bien es cierto que, dadas las prácticas habituales al respecto, es conveniente enfatizar el carácter formativo, no menos cierto es, por otra parte, que la evaluación ha de servir también a los efectos de promoción y titulación; asumiendo, por lo tanto un carácter claramente sumativo. Carácter sumativo, por lo demás, ampliamente fundado en el Art. 149.1.30 de la CE/78.